martes, 13 de noviembre de 2012

M i l u z . . . *



Recuerdo cuando apenas tenía cuatro años, que cada mañana sobre las siete y media estaba esperándome en la puerta para acompañarme, como cada día a la parada del bus, aunque estaba apenas a unos metros de mi casa, y mis padres podían acompañarme, quería ser él quién me cogiera de la mano y mientras me miraba con esa mirada tierna me decía «¿Cómo está la pequeñina más traviesa del mundo?». Luego, me decía que él me llevaba la pequeña mochila, donde estaba mi almuerzo y alguna que otra cosilla, y así escuchar aquello que tanta gracia le hacía «yo sólita puedo, que ya soy mayor yayo». En ese momento, me cogía bien fuerte la mano y me miraba con orgullo y ternura, ya que era su única y apreciada nieta.

  Cuando cumplí los cinco años, llegó el momento de ir al colegio, o como yo le llamaba “el cole de mayores”. Ese día mi abuelo me prometió que aunque me hubiera hecho “mayor” me acompañaría todos los días como hacía siempre, eso me alegro muchísimo. Ese primer día siempre ha estado en mi memoria, puntual vino a recogerme, como era habitual en él, y cuando me vio me dijo:
 - ¿Tienes ganas de ir al cole con los mayores?
 - Sí, tengo muchas ganas abu, que ya soy grande- dije esbozando una sonrisa. 
 - ¡Ah! bueno, como ya te has hecho grande ya no querrás que te acompañe, ¿no?
 - Me he hecho grande, pero no tanto, aún me puedes acompañar.
Mi abuelo sonrió y me abrazó con esa ternura suya, y es que en esos momentos le recordaba muchísimo a mi madre, en eso éramos muy parecidas, nos hacíamos las fuertes por fuera aunque en realidad éramos débiles por dentro.
Aquel primer día de colegio, mi abuelo me dio mi primera lección. Al llegar a la puerta del colegio, para mi asombro habían varios niños llorando porque no querían separarse de sus madres y otros gritando que no se querían quedar, pero ningún niño parecía estar contento por ir a “la escuela de mayores”, al contrario de mí que iba alegre e ilusionada, entonces me giré a mi abuelo y le dije:
 -¿Qué les pasa a esos niños? ¿No están contentos de ir al cole de mayores?
Mi abuelo esbozando una sonrisa, me dijo:
 -No todo el mundo le gusta el cole María. ¿A ti te apetece mucho ir al cole de mayores, verdad? Pues entonces no les hagas caso, que son niños miedicas, no saben lo que se pierden, pero tú como eres una niña mayor y valiente, no te da miedo el cole, así que hoy sé valiente y disfruta mucho.
Y despidiéndose con un beso me dijo que a la salida vendría a recogerme, entonces entré al colegio yo sólita, porque era una chica mayor y sobre todo valiente como mi abuelo.

  Muchas tardes las he pasado con él, recuerdo cuando íbamos a dar de comer a las palomas, donde yo al ser quizás demasiado curiosa le preguntaba el porqué de casi todo, ya que sabía que él era el único que no se cansaba nunca de mis “porqués” y siempre me agradaban sus explicaciones. Una tarde de primavera, mientras dábamos de comer a las palomas, vi que una atacaba a otra y le quitaba el trozo de pan de la boca, para más tarde comérselo ella, asombrada le pregunté:
 - Abu, ¿Por qué esa paloma, si tiene montones de trozos de pan a su alrededor, le quita la comida a la otra?
 - Es curioso ¿verdad? Es algo extraño, muchas veces las palomas prefieren pelearse por el trozo que tiene la otra, aunque tengan miles de trozos idénticos alrededor, llegando incluso a hacerse daño. ¿Sabes?, eso también lo hacen las personas.- Al ver mi cara de asombro prosiguió - Mucha gente prefiere tener algo que tú tienes y quitártelo, en vez de conseguirlo por sus propios medios, eso no está bien, nunca se debe lastimar a nadie por conseguir algo que queremos, y recuerda, siempre que tengamos algo debemos compartirlo.
Eso me impactó mucho, pues a mi edad no creía que nadie fuera capaz de hacer lo que hacían las palomas, ni nadie capaz de herir a otro por conseguir algo, más tarde descubriría que aquello que me dijo mi abuelo era muy cierto.

  Siempre estuvo a mi lado, conforme iba creciendo, era yo quien buscaba su compañía, ya que él pensaba que ya tenía una edad en la que debía decidir con quién compartir cada momento de mi vida. Cada fin de semana iba a verle, éramos muy diferentes pero con sólo una mirada sabíamos lo que necesitábamos en cada momento. Cuando yo estaba desanimada conseguía ayudarme e incluso sacarme esa sonrisa que tanto necesitaba, y a la inversa. El fue quién consiguió demostrarme que los límites no nos vienen dados, sino que nos los ponemos nosotros mismos, «si tú crees que no vas a conseguirlo jamás, así será no tengas la menor duda, pero sólo con que dejes un atisbo de duda o un margen de esperanza, ahí es cuando tus límites empezarán a desaparecer y tus metas empezarán a estar más cercanas, cree en ti, pues yo lo hago». Desde ese día, empecé a creer en mí misma, comprobé que nosotros somos quienes marcamos nuestros objetivos y quienes hacemos que se hagan realidad.    

  Cuando ya cumplí los dieciséis, empezamos a compartir aficiones, coleccionábamos recortes, fotografías, pero nuestro gran secreto era nuestra colección de botones. Siempre me habían llamado la atención desde muy pequeña, pero realmente no sabía el porqué hasta que un día mi madre me lo explicó. Todo empezó el día de mi primera prueba en el colegio, estaba muy nerviosa, nunca me habían pasado una y tenía miedo, ese día a mi abuelo se le había caído un botón de la chaqueta, y me lo dio diciéndome:  
 - Te va a salir muy bien, no te preocupes, además para que tengas suerte te voy a regalar una cosa, toma guárdalo bien, que no todos los días se encuentra un botón de la suerte.
La prueba me salió bien, desde ese día el botón iba siempre conmigo. Empecé a coleccionar botones, aquellos que encontraba, aquellos que se me caían de chaquetas o aquellos que me daban, era nuestra colección secreta, aún conservo esa colección, pero sin duda el botón más especial fue el primero, su botón.

  Una noche cuando estaba durmiendo, llamaron al teléfono, mi madre se levantó aturdida de la cama y contestó, yo me levanté, y al verle la cara supe que algo no iba bien, tenía diecisiete años, ya no era una niña.
A mi abuelo le había dado un ataque al corazón, fuimos corriendo al hospital, cuando llegamos habían conseguido estabilizarle, eso me tranquilizó, pero al verle, algo dentro de mí se rompió, ya no tenía esa luz en su mirada que tanto le caracterizaba, parecía no tener fuerzas ni para hablar, sentí miedo, algo había cambiado, temía que esa luz no la volviera a recuperar nunca, temía perder a esa persona que había compartido tantos momentos de mi vida y que quería tanto.
Los médicos no supieron dar una explicación a lo que había pasado, sólo encontraban una respuesta: la edad. Día a día, se iba apagando pues no veíamos mejora, a pesar de que cada vez estaba  más rodeado de cables, aparatos con luces, etc…  Con el transcurso de los días, veía que se nos escapaba y no podía hacer nada por ayudarle, nada más que estar con él. 

  Un 22 de junio me cogió de la mano y me dijo: «no estés triste, todos nacemos y en algún momento morimos para dejar paso a nuevas personas, lo importante es que antes de morir puedas decir que estas orgulloso de tú vida, que no te arrepientes de las decisiones que has tomado en ella, y que las personas con las que la has compartido las has amado más que ti mismo, y María soy afortunado, yo puedo decirlo, espero que tú algún día tengas la misma suerte».
No fui capaz de decirle nada, le cogí de la mano fuerte como hacia él cuando era pequeña, mientras notaba como las lágrimas recorrían mis mejillas, esa misma noche nos dejó.

  Ya han pasado cinco años, aún me cuesta no llorar al ver aquel botón, aún me cuesta aguantar las lágrimas al ver aquella inscripción con mi nombre hecha por él, aún me vienen los recuerdos cada vez que veo a un niño dando de comer a una paloma, y aún siento que esa luz que me aportaba él no se ha vuelto a llenar, porque él era mi luz, era esa mano que nunca me soltaba al andar y esas palabras que siempre tenían respuestas para mis porqués, era simplemente él. Ahora cada vez que le necesito, busco su botón, lo cojo entre mis manos y pienso en que me diría él y así lo siento más cerca. No es fácil dejar atrás a alguien que ha sido importante en tu vida, pero debes seguir adelante creando tu camino, como él me enseñó, queriendo a las personas que están en tu vida y luchando por ser feliz. Y sobre todo,  dando siempre la mano a aquellas personas que en algún momento te necesitan, porque a veces sobran las palabras, y sólo se necesita una mano que te coja fuerte y te guie cuando te pierdes en el camino, y una voz que te susurre al oído: “Confía en ti, pues yo lo hago”.





Después de un gran verano y un comienzo de curso un tanto movido, vuelvo a actualizar el blog con un relato que presente a un concurso. Besos =)